miércoles, 2 de julio de 2008

Así comienza la historia del hombre que creía todo aquello que leía.

En la esquina de la calle trescientos cinco con la trescientos cuatro, hay una casa no demasiado vieja, no demasiado nueva, donde no hace muchos años vivió un singular hombre que ya todos han olvidado. Amadeo Suárez fue un niño que nada tenía de peculiar. Cuando llegó al pueblo con sus padres, apenas había logrado despachar la vergüenza que le hacía esconderse tras las faldas de su madre cada vez que alguien se dirigía a él. Era delgado, “magrico” le llamaba el carnicero cuando el niño jugaba a la pelota en su puerta y le agitaba el pelo, algo que pocos niños soportan.
- Magrico, si quieres ser un gran futbolista debes estar fuerte, dile a tu madre que me compre más carne- Y reía de lado.
Pero a Amadeo nada le importaba, y ni siquiera quería ser futbolista, tan sólo iba allí y golpeaba la pelota porque aquel hombre no le gustaba. Lo que Amadeo quería era llegar a ser un gran poeta, aunque ni siquiera sabía que era eso de ser poeta. Una vez su padre le dijo que cuando los hombres están a solas y escriben, entonces aquello que escriben suele ser verdadero y le dijo que por eso los poetas tienen la virtud de no engañarse a ellos mismos. El niño no entendió muy bien que es lo que trataba de decir su padre, quien tampoco esperaba que su hijo sacara nada claro de aquello, pero a Amadeo le pareció que tener una virtud era algo que le vendría muy bien en el futuro y por otro lado tampoco le gustaba nada sentirse engañado. La luna creciente en la ventana.
- Voy a ser poeta- se dijo aquella noche al acostarse.

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