domingo, 10 de agosto de 2008

La playa, los planetas.

*
Como todos los comienzos...
Tiene también, como todo, una parte anterior. Y retando a la lógica natural de las cosas que viene a decir que todo lo que ha de acabar muerto, todo lo fungible anda de capa caída; Retando a aquellos que tienen al tiempo como enemigo de su tiempo... Lo bueno está aún por llegar.
La vida en una frase: “Cayendo de un acantilado y viendo el fatídico final, haces lo posible por disfrutar del paisaje” Y eso es todo.

En una playa...
La soledad es María frente al mar en una mañana soleada. La playa está repleta de gente, de bañistas multicolores y alegres, de helados, frutas maduras, refrescos... Miles de desconocidos se retuercen como anguilas en hielo. Todo es una gran carcajada amarilla. El murmullo de la gente es capaz de acallar la bravura del mar. Tan uniforme es el murmullo que parece estar hecho de silencio. En estas circunstancias... María cuenta la arena y eso es la soledad.
La parte anterior trata de cuando todo era diferente, apenas en la infancia, cuando la soledad era un estado y no un sentimiento. Pero nadie lograría decir nada acertado de entonces, pues no hay quien lo recuerde bien y ya es ficción.
Contando la arena llega la tarde y una tormenta se aproxima, los nubarrones negros cubren el cielo, y la gente huye de la playa. María es la última en resignarse y se empapa. Se tumba, extiende los brazos, abre la boca y deja de sentirse sola. Sonríe al recordar el día en que descubrió, no sin cierta desilusión, que si acercaba un vaso a su oído, del mismo modo que con una caracola, podía oír el mar y determinó que el sonido del mar no estaba en la caracola como siempre había pensado, ni tampoco en el vaso como parecía ahora. El sonido del mar estaba únicamente en su oído y en el de todas las personas, y la idea de un mar silencioso, carente de sonido. le atrajo tanto que todavía le ronda la cabeza. Tumbada en la arena de aquella playa, ya vacía, tapó sus oídos, precisamente para oír el mar.
Lo cierto es que se encontraba perdida, en el silencio de su vida, carente de puntos cardinales, en un mundo lleno de seres que le resultaban poco interesantes... A veces se sentía a gusto sola, pero pensaba que no era así como debía estar, y no sabía muy bien por qué, pero todo aquello no le parecía más que el inicio de su particular locura y sentía miedo, un miedo blanquecino, fabricado con palabras de sal. Como todos, ella también había confundido alguna vez el miedo y la soledad.
En las tardes de julio, cuando llueve, uno no siente que las nubes estén en el cielo, y sí que el cielo esté sobre las nubes, apoyado. Son nubes bajas y densas, nubes separadas las de las tardes de julio que nos acercan a la pareidolia, un test de Rorschach celestial. Es un juego obligado. A última hora de la tarde, la luz cálida se cuela por entre los huecos de los espesos nubarrones otorgando a los colores y a todo, porque como en cualquier lado, aquí nada carece de color, su mayor grado de irrealidad, sin embargo, es una luz paternal como la de la linterna que atraviesa las yemas de los dedos traslúcidas.
María sigue boca arriba jugueteando inconsciente con su pelo, Marcos se sienta a su lado sin decir nada, enciende un cigarro que guardaba apagado por la mitad y comienza a fumar. La consistencia de la ceniza, de esa naturaleza son ambos corazones, piedras de arena o la consistencia de la ceniza.
Termina su cigarro, se levanta, se acerca a la orilla, desenfunda y mea.
-¿No eres un poco pequeño para fumar? y pienso... ¿No eres tal vez un poco mayor para mear delante de desconocidos?
- Mi padre dice que si un árbol se cae en medio del bosque y no hay nadie que pueda oírlo entonces no hace ruido,
-Sí, sí, conozco esa historia, y creo que tu padre tiene razón, pero es que aquí si hay alguien que te ve
-¿Quién?
- Estoy yo
- Bueno ya, pero si no estuviera usted no habría nadie, así que es lo mismo.
- Pero estoy yo
- Pero usted está porque estoy yo, porque si nadie pudiera verla, usted no estaría y como yo he meado de espaldas, yo no podía verla así que usted no estaba y si no estaba... entonces no había nadie.
- Mmm... Pues te puedo asegurar que mientras meabas yo estaba aquí.
- Ya... Pero yo como estaba de espaldas no puedo asegurarlo, así que... déjeme tranquilo.
- ¡Usted, usted, pues para ser tan educado eres un poco mal educado. La verdad es que no me importa que hayas meado delante de mí. Supongo que sólo quería decirte que la situación me resultaba extraña. La playa vacía... y tú. vienes justo aquí y... ¡No importa! De todas formas sí creo que eres un poco pequeño para andar ya con esa porquería en la boca. No deberías fumar.
- Tengo trece años, por eso sólo me fumo la mitad cada vez que enciendo un cigarro. ¿Sabes sumar? trece y trece veintiséis. Lo soportaré.
- Muy bien, se te ve bastante seguro de lo que haces. Te dejo. ¡Ey mira, entre las nubes! ya se puede ver la luna.
- No me gusta la luna. Me voy. - Y se va.
-¡Ey espera! ¿No te gusta la luna?
-¡No!- Grita ya de lejos.
Y de nuevo en soledad no tarda en hacerse completamente de noche.
La joven María duerme ya sujetando con los puños la playa, y la arena se le escurre por entre los dedos. Es la clepsidra más hermosa que ha medido el tiempo, sólo comparable a una flor cortada que apoya sus pétalos en el borde de una copa, esperando caer...
Las sandalias rojas de plástico, como las que usan los pescadores, le han lastimado los pies y de vez en cuando los agita tratando de aliviar el escozor que la sal le provoca en las heridas. No puede haber nada más hermoso, piensa el padre de Marcos que, asomado a la ventana de su casa, ve el cuerpo de la joven tirado en la arena como un sacrificio para el mar. La inmensa playa, el mar acercándose con falsa duda, y María completamente entregada al porvenir.
"Debería invitarla a pasar la noche" Piensa. Pero no lo hace y no sabe muy bien por qué, así que María despierta en la playa otra vez rodeada de turistas.

Escapó de casa...

-¿María eh? Pero...¿quién es María?- Pregunta, sin saber que eso mismo anda preguntándose ella. Y ella responde sin colores:
-María soy yo-

-Bien María, como ya te dije ayer, si quieres te podemos llevar a casa.- Dice el policía secándose el sudor de la frente con un pañuelito de tela. El calor, la multitud que se agolpa entorno a ellos y la belleza de la joven le anudan la garganta. La radio que lleva sujeta al hombro no cesa de sonar.

todo el alfabeto griego

-No, gracias, estoy bien. ¿Cómo te llamas tú? - Pregunta la joven. - Llevas toda la semana tratando de rescatarme y aún no sé cómo te llamas.
-Abraham - Responde el agente.
-¡Abraham Paso! - Dice en tono burlón su compañero acercándose a la escena. Un gordinflón, un policía veterano que acaba de destrozar un castillo de arena. El niño que lo hizo llora desconsolado a unos metros, bajo la sombrilla, con una cortada de sandía en sus manos, y piensa que no debió abandonarlo para ir a comer el postre. A veces las madres se equivocan, incluso cuando se es niño.
- Él se llama Abraham Paso y yo soy Perico el de los palotes- Y coge de entre lo que queda de castillo, una ramita que no era para el niño en realidad otra cosa sino que un cañón. Se limpia con ella las uñas, especialmente la del dedo meñique que es con la que se saca asiduamente la cera del oído. Abraham trata entonces de hablar, pero su compañero, algo menos educado, le interrumpe y apunta con la ramita a la joven que aunque es medio día aún anda desperezándose.
- Mire señorita, no me gusta tener que venir aquí todos los días a decirle que se largue a su casa. Dormir en la playa está prohibido. Se lo explicamos ya el primer día y usted no ha hecho ni caso. Fíjese que sólo por no llevar encima ningún tipo de documentación ya podríamos llevarla a comisaría. Estamos siendo muy amables y...bueno...- Hizo una breve pausa, se entretuvo unos instantes en el escote de la joven y prosiguió balbuceando - Si desea que la acerquemos a algún lugar... con el coche... en fin ya sabe... es la misma canción de todos los días. Haga lo que sea, pero no vuelva a dormir aquí. ¿Se ha parado un momento a imaginar lo que pensaran de nosotros los turistas?
-Está bien - Responde María como ya hiciera antes, y como todos los días los dos agentes abandonan la playa con la absoluta certeza de no haber conseguido nada.

En una playa del este, él sale de noche, su padre lo ha mandado en busca del sol, tiene trece años y se fuma los cigarros a medias. Marcos anda por el paseo errabundo, a veces corre unos pocos metros - Ahí va una pista- le dijo su padre - busca en las papeleras, dentro de las papeleras del malecón parece un buen lugar para esconderse- Marcos confía tanto en su padre que, aunque tras una hora de búsqueda ha decidido descansar, aún conserva la esperanza de encontrar el sol en la noche.
El padre de Marcos fuma en la ventana. La casa está en primera línea de playa. Tiene cuatro columnas de capitel dórico y fuste liso mal pintadas de azul, las cuatro sujetan el porche unidas por un pretil del que suelen colgar a secar las toallas. El portón, al centro, está abierto de par en par y dos ventanas a los lados conservan alrededor el aura manifiesta de los aromas de la cena que en ese momento se está cocinando. Sobresaliendo por el alféizar al porche, unas piernas en alto que calzan sandalias hechas con cuero del bueno. "Si el humo tuviese un sonido sonaría como el mar" Piensa Amadeo Suárez mientras lo expulsa de su cuerpo. Y esta noche sí, cuando el tío Antonio anuncia que la cena está lista, se desliza por la ventana y... ya anda, pero no, aún no, aún su mano sujeta al marco de la ventana, el brazo estirado, la camisa arremangada... y ya se dirige con paso elegante hacia la playa, donde María observa la luna mientras come las cortezas del pan de molde que ha conservado de otros días, eso y también un par de lonchas de jamón cocido que ha mendigado por la tarde a una familia a cambio de entretener al más pequeño de todos, un niño hipotónico afligido por la destrucción de su castillo de arena.
-Mira, no quiero molestarte... -dice Amadeo
-Bien- contesta la joven mientras termina de masticar.
-¿Qué haces?
-Miro la luna-
-Bueno pero supongo que no llevarás una semana en la playa sólo porque quieres ver la luna. Mira, en casa tengo un telescopio. Vivo ahí. Si quieres puedes venir a cenar. Mi tío es un gran cocinero, tiene un restaurante justo ahí.- asegura señalando impreciso con el pulgar por encima de su hombro.
-No me gusta ver la luna sin la tierra... no sé dónde estoy.- dice haciendo girar su dedo indice junto a la sien -

oleaje

-¿Cómo te llamas?
-Me llamo María y tengo mucha hambre.
- Perfecto María, yo soy Amadeo y tengo la cena lista, vayamos a cenar.
La joven sonríe...
- ¡Qué bien! me muero de hambre.- Y ayudada por Amadeo que le tiende la mano consigue levantarse de la arena con las piernas cruzadas.














martes, 22 de julio de 2008

Maestro Gitano-Zen

Un día cuando era pequeño descubrí la muerte y potenciada por mi imaginación de niño, la idea me pareció entonces más horrible de lo que a nadie. El corazón se me disparaba, iba todo el día con las pulsaciones a doscientos, pasé por un sin fin de pruebas médicas para determinar lo que todos sospechaban, mi corazón estaba en perfecto estado y el problema era únicamente psicológico, lo que a priori supuso un alivio se convirtió pronto en una pesadilla. –Este niño no es normal – Se limitaba a decir mi madre –Qué sabrá él de la muerte.
El problema y lo peor llegó cuando los psicólogos del colegio confesaron que ya no sabían que hacer conmigo (Era un colegio de curas no estaban preparados para afrontar los pormenores del un niño ateo, a fin de cuentas no era más que uno entre millones) mi madre se vino abajo. Fue entonces cuando intervino mi abuelo, que tras la guerra civil había sufrido una enfermedad que entonces llamaban “el corazón del soldado” y que tal y como hoy diríamos no era otra cosa que estrés post traumático. Te cuento esto porque es importante que sepas el motivo por el cual mi abuelo me llevó un día a aquel maestro zen que años atrás le había ayudado a él.
Recorrimos un largo camino a pié has la casa del maestro. La casa estaba en medio de la huerta que rodeaba el extrarradio de la ciudad. El maestro era un gitano de unos setenta años que se hacia llamar Antonio San. Perseguido por la justicia se había marchado a la India de joven en busca de sus raíces y allí se interesó por el yoga y el budismo y más tarde deseando ampliar sus conocimientos se traslado a China, que le apasionó, y de allí al Japón de posguerra donde encontró la paz en el retiro de un templo zen. Lo recuerdo, al abrir la puerta, con sus zapatillas playeras apenas tapando unos calcetines blancos, las bermudas y la camisa hawaiana; llevaba también un sombrero de paja en la cabeza que le tapaba la calva perfecta y brillante. Abrió la puerta sujetando una manguera en la mano.
- Pasad, estaba regando- dijo y entramos entonces a la casa por el patio, que era un jardín precioso con un nogal joven plantado en el centro y una fuente de esas en las que no cesa de caer agua. Recuerdo que casi me meo encima de tanto escuchar aquel sonido y aún no sé cómo el maestro lo supo sin que yo abriera la boca y sonriendo me señaló donde estaba el baño. Al salir del baño mi abuelo ya no estaba. Yo no me asusté porque curiosamente lo esperaba. El maestro me dijo entonces: “Chico, no te preocupes, tú abuelo volverá mañana. Yo voy a cuidar de ti hasta entonces”.
Aquella noche cené una ensalada. Nunca había cenado ensalada y en casa cuando la ponían, siempre al medio día, nunca comía, pero allí me la comí sin rechistar aunque me pareció igualmente asquerosa. Después nos acostamos en una litera, él en la parte de abajo, yo arriba, eso me gustó pues sólo había dormido antes una vez en una litera. Fue en un viaje del colegio, aposté con mi mejor amigo quien dormiría arriba y perdí. Siempre he tenido mala suerte. Dormir en una litera y que te toque abajo es como andar con zancos haciendo el pino.
A la mañana siguiente el maestro me despertó bastante temprano, se sentó en la cama de abajo y me preguntó: “chico, ¿por qué tienes miedo a la muerte?” y yo por vergüenza, no supe contestarle en un principio, pero tras un largo silencio dije:
-No quiero dejar de existir-
- Mmmm – Murmuró el viejo- Mira, convencerte de que eso no es así te puede llevar años y tal vez ni así lo consigas ver claro, no tenemos ese tiempo –dijo suspirando- Yo no tengo otra solución para tu mal que no sea matarte para que veas que tengo razón, pero si yo estoy equivocado no podré remediarlo y entonces… maldita vida desperdiciada la tuya. Así que lo mejor será que olvidemos todo este asunto y nos dediquemos a cosas más prácticas. Sinceramente chico, no sé en qué podría ayudarte, tu abuelo se ha equivocado conmigo. Pensemos pues en la comida de hoy.- Y dicho esto se marchó a paso lento frotándose el mentón, ajustándose el sombrero…
Me vestí tan pronto como él hubo abandonado el cuarto y lo busqué por toda la casa, pero no estaba. Salí al patio, lo busqué allí también y tampoco estaba. Salí de la casa y en una acequia que la bordeaba puse los pies en remojo y allí me quedé esperando hasta que, dos horas después, lo vi salir no muy lejos de entre un campo de almendros. Llevaba un arco y una bolsa con flechas colgados al hombro, refunfuñaba para sí, pero cuando me miraba sonreía y cerraba suavemente los ojos. Se acercó y me dijo:
- ¡Vaya! Pensaba que aún estarías durmiendo. Vengo de cazar gorriones y no he cazado ninguno.
Cazar gorriones con arco me pareció la cosa más estúpida del mundo, las flechas ya eran casi del mismo tamaño que los pájaros.
-¡Eso es imposible! Dije impulsivamente.
-Pues créeme hago diana en uno de cada dos disparos a menos de veinticinco metros, lo que pasa es que el otro día me salieron todos los buenos disparos juntos y hoy me tocaban todos los malos. Así que daremos una vuelta y recogeremos algo de fruta para comer, ¿te parece?
Yo asentí con la cabeza y nos pusimos en camino. Por el camino el maestro tuvo oportunidad de disparar a unos cuantos gorriones más, pero nunca acertaba. Yo veía imposible que algún día lograra cazar una cigüeña enferma por ese método y aún menos un gorrión. Los brazos le temblaban enormemente al tensar el arco, era lamentable y pretencioso tratar de cazar de aquel modo. Aquel anciano con zapatillas de piscina y camisa hawaiana flexionaba enormemente las piernas para apuntar, el culo casi le rozaba el suelo, y sacaba la lengua como si se estuviera ahogando, pero lo peor no era eso, lo peor eran los preparativos, pues antes de cada disparo debía comprobar la dirección del viento y entonces era cuando me metía su dedo en mi boca.
-¿Te importa? yo soy un viejo y se me seca la boca fácilmente.
“Moja, moja” me decía y reía de ver en mi cara la abnegación y el descontento. Y todo para nada, las flechas pasaban siempre a muchos metros de los pájaros. A veces, ni creo que hubiera pájaros a los que disparar, pero él lo hacía igualmente.
-Mira uno ahí, míralo ahí parado- Pero yo no veía nada.
Llegamos por fin, y después de mucho esfuerzo, a un huerto de melones. El maestro se sentó en una acequia y tal y como hiciera yo antes, puso allí los pies en remojo.
-Chico, llevo los pies molidos, ve tú a coger unos melones - me dijo.– Mientras, yo descansaré aquí un rato a ver si puedo cazar algún pajarito. Como la mayoría de melones aún no han madurado, cuando veas alguno que pueda parecer apropiado me lo enseñas antes de meterlo en el saco, lo pones sobre tu cabeza para que pueda imaginar bien su tamaño.
Fruta sobre la cabeza, un arco,¡Guillermo Tell! El miedo se apoderó entonces de mí. El corazón comenzó a latir rápido, a golpear en mi pecho con fuerza. ¿Verdaderamente pensaba aquel viejo hacer aquello que yo estaba pensando? La respuesta es sí.
Comencé enseñándole un par de melones que desechó negando con la cabeza. Parecía tranquilo, sentado en la acequia, ni siquiera blandía el arco que había dejado en el suelo junto a él. Pero fue entonces cuando vi un enorme melón en el suelo, el más maduro de todos los que había visto en aquel huerto, el más grande que vi jamás en mi vida. Tenía la forma perfecta y el aspecto era inmejorable, de lo maduro que estaba se soltó sin esfuerzo de la planta. Lo cogí entre mis manos, parecía el dibujo de un melón, lo levante con esfuerzo sobre mi cabeza y entonces al girarme para mostrárselo al maestro, vi aquello que había temido. El maestro me apuntaba con el arco.
-Será mejor que no te muevas chico – Dijo con seriedad. –Sobre el melón que sujetas hay un enorme pájaro picoteándolo, un enorme pájaro que voy a cazar ahora mismo. Aunque… no sé…quizá estoy demasiado lejos- comenzó a murmurar y se fue acercando lentamente hacía mí mientras mordía y removía su lengua. Conforme él caminaba hacia mí yo andaba hacia atrás.
-Chico si te alejas será peor.
Y tenía razón, pero yo sólo quería huir y aquel melón me pesaba y cosas del pánico, nunca pensé en soltarlo y echar a correr.
-¡Ahora! ¡detenté chico! –Gritó y yo no le hice caso. Yo andaba hacia atrás, con el melón entre las manos, quién sabe si también con un pájaro y entonces vi como de frente, una flecha venía directa hacía mi pecho. Di un paso más atrás, liberé todo el sudor frío que había en mi cuerpo, y entonces a mis espaldas sentí que ya no había suelo y caí en un profundo agujero donde me golpeé la cabeza y quedé inconsciente.
Un par de horas después desperté en la litera de la casa del maestro pero está vez en la parte de abajo. Me dolía mucho la cabeza y tardé un buen rato en poder ver bien. Él estaba sentado a los pies de la cama, sujetaba entre sus manos el enorme melón con la flecha clavada en el centro, me lo mostró, se acercó a mi oreja y me dijo:
- Chico, ya estás muerto, ahora vive tranquilo.
Y desde aquel instante nunca más volví a temer a la muerte.

miércoles, 2 de julio de 2008

Así comienza la historia del hombre que creía todo aquello que leía.

En la esquina de la calle trescientos cinco con la trescientos cuatro, hay una casa no demasiado vieja, no demasiado nueva, donde no hace muchos años vivió un singular hombre que ya todos han olvidado. Amadeo Suárez fue un niño que nada tenía de peculiar. Cuando llegó al pueblo con sus padres, apenas había logrado despachar la vergüenza que le hacía esconderse tras las faldas de su madre cada vez que alguien se dirigía a él. Era delgado, “magrico” le llamaba el carnicero cuando el niño jugaba a la pelota en su puerta y le agitaba el pelo, algo que pocos niños soportan.
- Magrico, si quieres ser un gran futbolista debes estar fuerte, dile a tu madre que me compre más carne- Y reía de lado.
Pero a Amadeo nada le importaba, y ni siquiera quería ser futbolista, tan sólo iba allí y golpeaba la pelota porque aquel hombre no le gustaba. Lo que Amadeo quería era llegar a ser un gran poeta, aunque ni siquiera sabía que era eso de ser poeta. Una vez su padre le dijo que cuando los hombres están a solas y escriben, entonces aquello que escriben suele ser verdadero y le dijo que por eso los poetas tienen la virtud de no engañarse a ellos mismos. El niño no entendió muy bien que es lo que trataba de decir su padre, quien tampoco esperaba que su hijo sacara nada claro de aquello, pero a Amadeo le pareció que tener una virtud era algo que le vendría muy bien en el futuro y por otro lado tampoco le gustaba nada sentirse engañado. La luna creciente en la ventana.
- Voy a ser poeta- se dijo aquella noche al acostarse.

miércoles, 23 de abril de 2008

Tomasa, Carolina y Rigoletta.

Todos hablan hoy del viento, ni siquiera los más displicentes han podido evitar en sus parcos saludos referirse hoy al clima. Digamos que estaba demasiado presente. Las veletas eran como altímetros de aviones kamikaze. Nadie ha sacado las alfombras a sacudir hoy. El aire llegaba hasta el interior de los buzones y las cartas allí bailaban mezclando nacionalidades imposibles. ¿Qué haríamos si tuviésemos una cometa, si no hubiera tantos cables, tantos postes eléctricos?  No, no,  se presenta del todo imposible. En cualquier caso hoy no es un buen día y no sólo por el viento o porque no tengamos cometa. Mi abuelo, tal y como prometió, va a matar a sus gallinas porque son viejas y ya no ponen. Después de cuatro años de engaño, finalmente se dio cuenta de que los huevos que recogía, no procedían de las gallinas y que era mi abuela la encargada de dejarlos todas las mañanas. Cuatro años ha tardado en percatarse de que los huevos venían sellados con la fecha de caducidad. Tomasa, Carolina y Rigoletta, buena suerte.

jueves, 6 de marzo de 2008

El color de los árboles.

En el camino vi a una yonqui pinchándose en el cuello, justo ahí, debajo de un almendro en flor. En las hojas de los olivos se reflejaba la luz del sol, olivos verde plateados. Lo demás, salvando una higuera, era todo naranjos. 
Conducía con alegría, moviendo innecesariamente el volante. Sostenía un puro requemado entre los labios.
- Pobres criaturas - me dijo refiriéndose a los yonquis. -Si yo tuviera un hijo así, no lo dejaba salir de casa. Todo esto es culpa del televisor.
Y al hablar, el puro, aquel tocón de platanera,  se movía pegado a su boca en perfecta sintonía.
Pero yo continúe callado, porque a mí en aquel momento no me interesaba nada, a decir verdad, sólo me interesaban los árboles, el color de los árboles. 
Y encerrado en aquel taxi, recordé entonces, a propósito del color de los árboles, aquella historia que Petronio, el criado del conde Lucanor, le contaba a éste acerca de un rey llamado Abenabet que estaba casado con una mujer que era algo antojadiza, y se quejaba de que en Córdoba, donde el clima es cálido, nunca nevara. El rey, para complacerla, hizo plantar almendros en toda la sierra. 
Yo... si yo tuviera ese poder quisiera poder complacerte así. No hay nada que desee más que ver tu felicidad, pero como no lo tengo, te regalo mi porción de quesito, si me lo permites, como hizo George Bailey, la parte de la luna que me corresponde, y que no sé exactamente cuál es. Lo que sí sé es que también es blanca y como  recién nevada.  Pero...¿Y si te digo cariño que fui yo quien llenó la luna de almendros? ¿Ves ahora mujer que poderosa es la imaginación que puede superar las pretensiones de un Califa? 

viernes, 1 de febrero de 2008

4. Cosas que se imaginan

Azucar salado, miel diluida en alcohol, humo de una astilla de madera tropical, agua hirviendo que fue nieve, soledad (una madera y dos clavos); Sobres de té colgando del cabecero de una cama donde nunca duerme nadie, una abeja que entra por la ventana acompañando a una luz solar amarilla, paredes de piedra, música de clarinete a la segunda rayita de volumen, sombra de lágrima; Viejo buque de guerra repintado de verde pistacho y oxidado, amarrado en el puerto, (una atracción para niños) el orgullo de la armada pisoteado por mil botitas desatadas; Nosotros, unas hojas que no importan pero que nunca se repiten, agua y sal.

3. Las moscas (la prisión ilusoria)

Dudas, pero... finalmente coges el bote metálico que no sueles abrir a esas horas y llenas con dos cucharaditas la mitad del depósito microperforado, lo sumerges en el agua caliente y cuando ves salir el concentrado vuelves a dudar, pero terminas por beberte el té como no lo haces nunca, por la noche, y es entonces cuando me acuerdo de ti, y no sé con certeza si el recuerdo llegó provocado por el té o si el té vino del recuerdo. Es agradable. 
Estoy en mi cuarto escuchando fados portugueses... Me gusta esta sensación que me provocas no hay ni una micra de sentimiento de hostilidad hacia ti y esto sólo sucede cuando idealizamos, sé que probablemente serás muy diferente a como te veo, pero por favor déjame disfrutarte ahora, déjame hablar maravillas.
 Estoy escribiendo bastante, estoy productivo. Cuando escribo mucho se nota, lo has de notar, en la forma de hablar, es de pijo pretencioso, es vulgar. ¿Lo notas? Pero por algo se empieza. Aún soy joven ¿no?
Sabes... Me duele la garganta de gritarle a mi madre, suena fatal pero es la verdad, me he enfadado con ella y he estado como media hora gritando, igual hasta tenía yo razón, ahora siento que no la tenía, pero esto sólo te lo diré a ti. 

Hay una mosca en el cuarto, se acerca a mi oreja y me hace cosquillas, después desaparece no por más de diez minutos y vuelve siempre a la misma oreja y como tengo una silla giratoria me doy la vuelta, y la pongo a prueba, pero no logro engañarla. He topado con una mosca inteligente, yo no sabría diferenciar mis orejas, la una de la otra, ni siquiera viendolas todos los días. Tengo unas orejas muy aburridas. 
Es común  que haya moscas atrapadas en los cristales de las ventanas de las casas y que pasen ahí todo el día en una huída agonizante e inútil hacia la luz exterior. Cuando llega la noche una mosca revolotea zumbante alrededor de nuestro cuarto y probablemente nos preguntamos de dónde ha salido y no sabemos que ha estado todo el día en la ventana, intentando desplazar el cristal con los ojos o buscando inutilmente un orificio por el cual escabullirse. Y ahí ha estado esforzándose, hasta que ha llegado la noche, en el exterior ha oscurecido y nosotros hemos encendido la luz del cuarto. Y entonces...; entonces hay más luz en nuestro cuarto que en el exterior y el camino hacia la misma ha cambiado de sentido y la mosca se libera de su prisión ilusoria, pero después... nosotros no tardamos en matarla porque pensamos que así dormiremos mejor, y lo hacemos, dormimos mejor.

lunes, 28 de enero de 2008

1. La mala suerte.

- Y... ¿por qué  a mí? Dijo Amadeo Suárez, que no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Qué queréis de mí. Os habéis equivocado seguro, yo no tengo mucho dinero  y no ando metido en ningún lío, ¡por favor, dejadme marchar!
- Mala suerte chico- respondió el hombre más viejo de todos los que allí se encontraban. -mala suerte...- Dijo en tono grave y salió de la habitación.
- Desde que nací no he dejado de tener mala suerte- Se quejaba el joven.
-Mala suerte chico, mala suerte- repetían todos
- Mi suerte depende de vosotros así que no me vengáis con esas.
-Mala suerte chico, mala suerte-  Respondían todos como un coro.

El hombre viejo entró de nuevo en la habitación, chasqueó los dedos y el resto de los secuestradores salieron de la estancia. 
-De acuerdo- dijo - ahora explícame por qué crees que tienes mala suerte.
-Verá... Cómo le explicaría yo... La cosa viene de familia, empezaré por mi padre. Mi padre luchó en la guerra civil, una noche,  en el frente, mientras montaba la guardia, le lanzaron una granada que a parte de dejarle completamente sordo para el resto de sus días, por poco lo mata. 
-Un momento- Interrumpió el viejo -¿quieres una taza de café?
-No, no tengo estomago- respondió Amadeo.
-Pues yo sí tomaré una- y se sirvió de una cafetera que había en la mesa- No creo que tuviera mala suerte, al fin y al cabo salió vivo de aquello ¿no?

-Sí, sí, claro, sobrevivió porque el destino le reservaba una bonita pero triste paradoja. Mi padre se sintió en aquel entonces el hombre más afortunado del planeta, no tardaría en conocer a mi madre, que trabajaba como interprete de sordos en el juzgado de Barcelona, todo parecía ir a pedir de boca hasta la muerte de mi madre, hace unos veinte años. Mi madre cayo al mar en el estrecho de Messina cuando yo sólo tenía 8 años. Ella y mi padre se dirigían a Sicilia en un barco que partió desde Messina. No sé si lo sabe pero es un trayecto muy corto, apenas tres kilómetros.
-No, no tengo la menor idea de geografía nací en una familia humilde. No estudié y aunque he leído, la geografía no me ha interesado nunca. Pero sigue por favor, sigue con tu historia 
Amadeo, miró a los ojos del viejo, después agachó la mirada vencido y prosiguió.
-El barco estaba cochambroso y un barrote de la baranda se partió, mi madre cayó al agua mientras mi padre, de espaldas, miraba las estrellas y le decía lo bonito que estaba el cielo aquella noche. Él no pudo oírlo, no pudo oír como mi madre caía, como gritaba desde el agua, no pudo por culpa de aquella granada. Mi padre hubiera preferido la muerte a que le robaran aquel regalo que ya había hecho suyo, mi madre. La quería como se quiere en los libros o en las historias de viejas solteronas. 
-Bien, entiendo.
-Lo que después vino es una de las cosas más desafortunadas que ha sucedido en este mundo. Mi padre se percató por fin de la ausencia de mi madre, y al mismo tiempo un hombre que andaba al cuidado del barco la oyó gritar a lo lejos, desde el agua; Informó al capitán, que mandó acercar el barco a la zona para facilitar el salvamento. Fue entonces cuando un enorme tiburón blanco devoró a mi madre frente a la mirada atónita de mi padre.  Allí él era el único que miraba, con la mirada congelada, porque los demás se tapaban los ojos con ambas manos. Nadie quiso ver aquello salvo él, que no apartó la mirada de puro dolor con el destino, como en una auténtica despedida. 
Del cuerpo de mi madre sólo se recuperó la mitad inferior, lo que sirvió para explicar algo que según la opinión de los expertos era un suceso de lo más extraño.  Un tiburón que atacaba cerca de la costa de Italia a una turista a las nueve de la noche cuando ésta caía al agua desde un barco, era cuanto menos una historia de lo más improbable. Tan improbable como difícil habría de resultar explicar la verdadera razón de lo sucedido, y es que a mi madre, como se supo después, le vino el periodo justo al caer al agua y fue precisamente esto lo que la sentenció a morir de aquella manera. Al parecer los tiburones pueden oler la sangre y dirigirse atraídos por ella hasta sus presas. La presa fue mi madre y así fue como murió.
-Vaya, que historia más increíble- Señaló el viejo mientras se rascaba con cierta preocupación la sien.
-Sí, sí, lo sé, pero es cierta.
-Y tu padre, vaya...; Prácticamente ha sido él quien te ha criado ¿cierto?
-Oh sí, pero verá... que le voy a contar. 
Mi padre murió hace un par de años y he aquí la paradoja de la que antes le hablaba. Su cuerpo acogió con  generosidad, durante toda su vida, junto a su clavícula, los dos pedazos de metralla que le hirieron de aquella granada. Era divertido verle entrar y salir sonriente, con su bigotito arqueado, por los detectores de los aeropuertos, mientras aseguraba una y otra vez no saber qué estaba ocurriendo. Finalmente hacía como si hubiera recobrado la lucidez y, quitándole importancia, presumía frente a la policía de tener aquellas heridas de guerra. Aprovechaba su sordera para hacerse el tonto y creaba situaciones que casi siempre me hacían reír. Era un buen padre.
-Seguro que lo era. ¿Estás seguro de no querer café?- Preguntó levantando la cafetera. Amadeo que andaba pensativo asintió.- Bueno, pues yo tomaré un poquito más, total este café parece agua.
Mi padre- dijo por fin el joven- mantuvo toda su vida esos dos trozos de hierro incrustados a su cuerpo. Esos dos trozos que no servían más que para gastar bromas en los aeropuertos. Sin embargo, poco antes de morir, mi padre fue receptor de un corazón que necesitaba para vivir, y su cuerpo lo rechazó. 
-Oh, lo siento. Debe ser difícil aceptar algo así, expresado de esa forma  resulta abominable. Ya pero... ¿Sabes lo qué pienso joven? - Amadeo negó con la cabeza -Pues verás, salvando que tu madre murió de una forma dramática siendo tú muy joven y también que ahora estás aquí secuestrado pues... Y... no, no, no. No me cuentes la historia de toda tu familia. Lo que yo quiero es que me demuestres tu suerte aquí y ahora, no con historias que bien podrías inventar. 
-¿Y de qué forma podría hacer yo eso?
-Pues muy sencillo- dijo el viejo sacando una pistola de sus riñones al tiempo que reía.- Yo te pego un tiro en la cabeza y si te mueres pues tienes tu razón y tenías mala suerte, y si no lo haces pierdo yo y dejo que te vayas.
-¡Eso es absurdo! ¿Está usted loco? ¿Por qué yo? ¿Por qué?- Gritó Amadeo con fiereza
-Calma muchacho, sólo bromeaba. Haremos una cosa mucho más sencilla. Lanzaré una moneda al aire, tú eligirás cara o cruz, si ganas pues entonces pierdes y te mato y si pierdes ganas y dejo que te vayas. ¿Entiendes? 
-Sí, cómo no. Aseguró el joven que realmente creía en su mala suerte. 
-Bien cara o cruz.
-Cara- dijo Amadeo y el viejo lanzó a rodar la moneda, la capturó al vuelo y salió cara. 
Tanto el viejo como Amadeo quedaron entonces pensativos con las miradas afrontadas. finalmente el viejo dijo:
"Está bien chico, tienes razón, me apiado de tu mala suerte, puedes irte.